La fatalidad engendrará el mito.
Y con el mito crecerá la angustia de la influencia.
En honor a la memoria de Rufo Caballero.
“La vida no cabe en una maleta” es el título de una obra paradigmática del arte cubano de las últimas dos décadas. La frase-título en sí misma ya es una obra de arte. Posee la propiedad exclusiva de la poesía de condensar un máximo de información con un mínimo de recursos (en este caso palabras). Posee la soberbia de no dejarse leer, sino, solamente, ser releída. Abre así un tiempo estético, eso es, un tiempo en el que el receptor asiste a la fiesta del arte –liturgia excitante de los sentidos–, en la que la vista baila cíclicamente de las palabras a la imagen, y viceversa, intentando, inútilmente, aprehender todo el sentido, toda la vastedad del concepto. Cuando se repara en la fecha –1996– en que fue ingeniada y exhibida en el espacio público, la lectura se proyecta, inevitablemente, sobre el fondo de una circunstancia histórica nacional bien concreta, por lo que el contexto es un texto que la obra explota. Éste funciona como ese aporte semántico que abre un espacio de significación en el que el sentido fluye de manera cómplice en cada proceso individual de decodificación. Cuando se pasa del título a la materialidad sensible de esta instalación múltiple, asistimos a la expresión objetual del concepto. Maletas intervenidas por la artista, pintadas en su interior con imágenes de una cotidianidad doméstica y nacional. Una de ellas es particularmente hermosa. Una pareja reposa en su lecho rodeada de velas en el fondo de la maleta, que pudiera ser también el del mar.
¿En cuántos lechos, sudados y húmedos después de revolcadas calientes en medio del sopor del apagón, jóvenes parejas cubanas no habrán planeado, soñado, con mudar sus vidas, sus proyectos de felicidad, hacia otros parajes del mundo? ¿Cuántos de esos lechos donde nacía la idea y con ella un anhelo, no se habrán trocado en la intentona en lechos de muerte? La conjunción de esas valijas –cual frágiles bunkers del deseo y la esperanza– con la sabia frase (la vida no cabe en una maleta), genera un nudo en el pecho. Ese anclaje de sentido entre título, lenguaje visual y materia objetual, tan preciso, tan sutil, abre un espacio de connotaciones que arrastra hacia sí toda la complejidad de la tragedia de un fenómeno que ha marcado la historia de este país. Porque, aún logrando cruzar con éxito la maldita circunstancia del agua, es imposible mudar toda nuestra vida, dígase nuestro pasado. La complejidad irreductible de la memoria del pasado existencial radica en que no puede ser borrada, porque de ese estado de conciencia se alimenta la identidad del presente de todo sujeto; sólo desde ahí es posible una proyección ideal de futuro. El camino de borrón y cuenta nueva conlleva, como se sabe, a la pura esquizofrenia. Por tanto, el emigrante está condenado a cargar con su pasado, que es Isla, Barrio, Revolución, y muchas otras relaciones de sentidos más sutiles, por menos conscientes, que componen nuestra fibra cultural, lo que nos hace singulares en medio de la diversidad trasnacional. Y eso no cabe en ningún equipaje. Es en este punto donde radica la sabiduría aportada por esta obra de Sandra Ramos.
De los artistas de la llamada generación de los 90 (o la promoción que Gerardo Mosquera ha bautizado como “la mala hierba”, también de la “pos-utopía”) que hicieron de las temáticas de la emigración y la crisis de los balseros su centro de interés, Sandra Ramos es quizás la que logró aprehender la esencia más compleja del drama. La obra que acabo de comentar bastaría para probar dicha tesis, si no fuera porque sabemos que la artista tiene en su haber otras muchas obras de alto rigor que transitan por este tema con semejante profundidad y densidad conceptual.
Sandra Ramos es también una virtuosa del grabado y una de las renovadoras de la gráfica cubana contemporánea. Pero cuando uno repasa la obra instalativa de la artista producida desde 1993 hasta 2009, se percata de que no es posible seguir jerarquizando su obra gráfica por encima de sus experiencias con la instalación, las que han incorporado y articulado cada vez más la fotografía, técnicas digitales y el video como soportes creativos. Ramos es una artista multifacética. Recuérdese que fue con una instalación (“Migraciones II”, 1993-1994) con la que se hizo notar en la V Bienal de La Habana. De manera que el procedimiento instalativo ha estado presente de manera protagónica desde los inicios mismos de su carrera. Éste le permite salirse de sus temas-obsesiones, respirar aire fresco, desprenderse un poco de esos personajes que ha llevado consigo durante dos décadas. Sin su auxilio, Ramos parece ser otra artista, se desdobla en otra dimensión del discurso: el montaje escenográfico, heterogéneo y fragmentario, que mezcla lo objetual, lo tecnológico, lo visual, lo sonoro, lo procesual, lo interactivo, lo efímero... Su más reciente exposición personal en Cuba estuvo conformada íntegramente por instalaciones (Las ruinas de utopía, Galería Villa Manuela, febrero-marzo de 2009). A esta muestra pertenece una pieza (también exhibida en Glamour de Occidente, exposición colateral a la X Bienal de La Habana curada por Elvia Rosa Castro) que pudiera ser definida como la versión culta de esa frase que Pánfilo se empeñaba en repetir a vena inflada ante la cámara de video de un socio del barrio. En “El sueño de la razón” (2009), que es como se titula, la artista conjuga la proyección de un video que manipula el famoso grabado de Goya, con cinco tarimas de las que se emplean en los agromercados de La Habana, en las que monta cajas de luces con fotografías tomadas en un mercado de Toronto, Canadá. Una vez más, el relevo de sentido que fluye del título a las imágenes objetos (la abundancia lumínica y espectacular de una gran variedad de exquisitos manjares), y de éstos al título, sobre el fondo de estómago vacío del que se quejaba Pánfilo, genera una ironía conceptual que es provocación y cuestionamiento, sobre las ruinas y las utopías.
Está claro que la exquisitez de los títulos le viene por la gráfica; y de esa capacidad de sintetizar en palabras un concepto que se intenta disolver en la ambigüedad de la estructura sígnica para que cada receptor lo reconstruya a su forma, es que emana la complejidad intelectual y la energía comunicativa que es extensiva tanto a su obra gráfica como a la instalativa. Sólo que en los grabados y pinturas el camino es más narrativo, más ilustrativo; sus personajes fetiches son símbolos sobrecodificados, lo que facilita la complicidad con el público. Mientras, en las instalaciones el código de lectura debe ser descubierto, o reinventado, en cada caso por el receptor, por lo que el proceso de decodificación se hace más tortuoso, más dilatado, más libre y alegórico si se quiere. Lo que sorprende en Sandra Ramos es la organicidad con que trabaja desde lógicas discursivas tan diferentes. En su obra instalativa es donde mejor se expresa una sensibilidad estética posmoderna entrenada en la apropiación, en la deglución recodificadora de todo lo que circula en el espacio cultural; es donde se realiza la vocación por crear ambientes, por lo teatral, lo escenográfico, pero siempre con la mayor economía de recursos, sin recurrir a los grandes aparatajes tecnológicos ni a la espectacularidad vacua. El grabado le da la posibilidad de la transmutación.
Hablo de transmutación porque sus grabados son especies de fábulas donde todo es posible. Sus grabados y pinturas son mundos en los que campea la imaginación. Son su poesía más íntima.
Uno de los signos icónicos que con más frecuencia aparece en esos relatos visuales es la isla de Cuba. Ramos gusta de recrearla de diferentes maneras. Unas veces la representa como una especie de pequeño juguete verde con el que retozan personajes tales como El Bobo, de Abela, la pionerita uniformada, o un señor de barba y sombrero (he leído que se trata de Liborio). Por ejemplo, hay una obra muy reciente (2010) en la que la pionerita se dispone a lanzarle el juguete verde al señor de barba y sombrero que espera con un largo bate en las manos, como para no poncharse en el último inning.
Otras veces, la Isla es dada como cuerpo de mujer, o desde la pequeñez de un cuerpo de niña. Niña, Mujer, Isla; la geografía íntima encarnando o personificando el espacio público, nacional. He aquí quizás la vertiente más compleja en la poética de Sandra Ramos.
Es preciso señalar que “Isla”, más allá de ser un término que nombra determinada condición geográfica, funciona como una objetivación femenina del país. Lo mismo sucede con “La Revolución”, objetivación femenina de la utopía-proceso político. ¿Pero por qué dos entes tan caros para la historia de nuestro último medio siglo son objetivados con signo femenino en una nación fecundada por el vigor telúrico de la virilidad masculina? Sencillo. Se sabe que el pensamiento de dominación necesita objetivar el ser como precondición de su posesión. El macho necesita poseer, y lo femenino es ese horizonte blando y húmedo donde regar la simiente de la dominación. Cuando Sandra disuelve la Isla en cuerpos de mujer, se sitúa de lleno en el núcleo de la argucia retórica del poder. Así, es la Isla (dada como objeto de posesión) quien desde las entrañas de su sufrimiento histórico puede hablarnos de las miserias de sus hijos, y de los excesos de la hidalguía utópica.
Por este camino no dudo en derivar la tesis de que esta arista de la obra de Ramos es expresión singular de cierta actitud feminista. ¿En qué sentido? Si la objetivación del ser es una necesidad del pensamiento de dominación, y si dicho pensamiento es además falocéntrico, entonces el proceso de objetivación femenina en todas sus variantes (Isla, Revolución, Patria, Nación, etc.) genera estereotipos que juegan un rol y una función muy precisa dentro de la retórica ideológica. Por tanto, la emancipación del estereotipo y todo lo que ese proceso conlleva (emancipación del imaginario, por ejemplo), sólo es posible si se parte de una deconstrucción que ponga en evidencia las relaciones de dominación que constituyen los cimientos mismos de esa construcción ideológica. Ahora bien, para que la estrategia deconstructiva sea eficaz, ésta debe operar en el interior mismo del estereotipo, minar sus estructuras haciendo superflua la sustancia retórica que le nutre. Cuando Sandra se transmuta ella misma en Isla, cuando la representa como cuerpo de mujer, nos hace entrar a esa objetivación histórica e interesada del espacio que habitamos; para que desde la reducción asfixiante de ese útero paranoico, nos sacudamos la carga de la niñez y comencemos a avanzar hacia una emancipación de nuevos gestos, de nuevas palabras, de nuevo tiempo, de nuevas esperanzas, de nuevos profetas, de nueva vida.
Varias obras servirían para ejemplificar la tesis que sostengo. De las más recientes, se pueden citar “Isla” (2006), pintura en la que una mujer-ínsula yace como desmayada con pose y ropajes clásicos; sobre ella, un monte de banderas, y la pionerita… También dos calcografías fechadas en el 2009: “Isla atrapada por la muerte” y “La rueda de la historia”. En la primera, la Isla-niña cuelga embrollada en una soga roja de la mano de un cadáver del que sólo podemos ver la larga extremidad huesuda. En la segunda, una inmensa rueda corre amenazante detrás del señor de barba y sombrero que intenta escapar barranca abajo con la Isla-niña en una mano. De la serie Atec-Panda (deliciosa por cierto), hay una obra de 2002 titulada “Somos felices aquí”, que muestra en la pantalla del tan preciado artefacto, a la Isla transmutada en una atleta de natación, que intenta abrirse paso (escapar nadando) entre una marejada de pancartas con sonrientes labios rojos. Otra obra, “Heavy Weight” (2008), es un excelente ejemplo del poder de síntesis comunicativa y conceptual que ha alcanzado esta artista. Sobre la Isla-pionerita-uniformada, que se tumba boca abajo sobre el fondo de un rosado muy pálido que se chorrea sobre el lienzo, se prolonga un podio inmenso y prepotente que atraviesa con cinco barras-micrófonos el cuerpo vulnerable de la niña.
De cualquier forma, el feminismo de Sandra Ramos nada tiene que ver con el lugar común del lamento (a veces histérico) por la marginación y exclusión histórica de la mujer. Su feminismo, entendido éste como estrategia crítica-deconstructiva, apunta al imaginario histórico de un cuerpo mucho más basto, mucho más abstracto, mucho más necesitado de la intervención de pensamiento lúcido; un pensamiento que sude líquidos filosos capaces de romper las amarras que reprimen a otras muchas posibles objetivaciones de lo que deseamos polifónicamente Ser.
La pionerita uniformada planta un telescopio encima de su Isla, y mira hacia unas lejanas constelaciones geométricas –algo complejas–, en medio de la noche. La obra se titula “Utopía”.
La Habana, enero de 2011