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 José Figueroa, “Olga” (1967)
I.
En su conocido libro To and From Utopia in the New Cuban Art, la estudiosa Rachel Weiss propuso comprender la historia del arte contemporáneo en Cuba como un itinerario desde y hacia la utopía. El arco temporal del estudio de Weiss cubría entre los años 80 y los 2000 o entre Volumen Uno y las instalaciones de Puramente formal y Apolítico, los proyectos de Fernando Rodríguez y Wilfredo Prieto, en las primeras bienales de La Habana en el siglo XXI. Era evidente, desde el título del volumen, un sentido accesible del concepto de utopía que postulaba que el nuevo arte contemporáneo cubano, desde los 80, había sido un intento de regresar al utopismo originario de la Revolución Cubana desde la plástica.
Pero lo utópico, en las poéticas visuales de Flavio Garciandía y Juan Francisco Elso Padilla, José Bedia y Gustavo Pérez Monzón, los montajes del grupo Puré, los corazones, cerebros y tarros de Segundo Planes y Tomás Esson, los paneles maoístas de Glexis Novoa o, más literalmente, los Fideles y los Che Guevaras de Carlos Rodríguez Cárdenas, Alejandro Aguilera, Arturo Cuenca, René Francisco, Eduardo Ponjuán y José Ángel Toirac, era, también, otra cosa. La utopía de las artes plásticas cubanas tenía que ver con la conquista de una autonomía o de un lugar de enunciación propio, que permitiera una representación crítica o distanciada de lo político, sin abandonar el territorio de lo estético.
Al superponer la autonomía al compromiso, aquella revuelta cultural de los 80 quebró la narrativa oficial sobre la historia del arte cubano. Hasta entonces, el relato de las artes plásticas se sostenía sobre la idea de una larga continuidad del vanguardismo de los años 20 y 30, que escamoteaba las sucesivas rupturas en el pasado cultural de la isla y propendía a una idea socialista del Estado. Era el engañoso “ascenso de medio siglo”, formulado por Alejo Carpentier en 1977, después de la creación del Ministerio de Cultura, repetido por muchos, empezando por Armando Hart, y que, supuestamente, desembocaba en la Revolución Cubana y su política cultural, asumidas como un eterno presente de renovación (1). El “arte revolucionario”, según aquel relato, había superado finalmente todos los conflictos “de forma o contenido” en la cultura cubana y había fundido la vanguardia intelectual con la vanguardia política.
Ya en un libro anterior, New Art of Cuba (1994), Luis Camnitzer observaba que la ruptura con el realismo ideológico de los 70 había reconectado a los artistas de los 80 con las generaciones de los 50 y los 60, especialmente con el abstraccionismo y el pop, y había removido las bases doctrinarias de la política cultural de la Revolución (2). Weiss desarrolló aún más aquella observación al documentar —todavía a medias— los múltiples casos de censura que marcaron la irrupción del arte de los 80. Desde Volumen Uno hasta el proyecto Castillo de la Fuerza, la plástica de los 80 avanzó sobre constantes episodios de censura, que reflejaban, a la vez, la resistencia y el aprendizaje de la institución (3).
Adiós Utopia. Art in Cuba Since 1950, la reciente exposición montada por la Cisneros Fontanals Art Foundation (CIFO) en el Museum of Fine Arts de Houston, es otra exploración más sobre arte y utopía en la Cuba post-revolucionaria. La muestra testifica que la reescritura de la historia de la plástica cubana, en buena medida, como consecuencia de la rebelión de los 80, ya es un hecho. Los curadores, René Francisco, Gerardo Mosquera y Elsa Vega, proponen un arranque de la relación contemporánea entre texto visual y discurso utópico en los 50, antes del triunfo de la Revolución de 1959, que no se ve tan claramente en autores del catálogo como Antonio Eligio Tonel, Iván de la Nuez y la propia Rachel Weiss. En los textos de Elsa Vega, Gerardo Mosquera y René Francisco se destaca ese importante desplazamiento en la historización del arte cubano (4).
Habría aquí un desencuentro entre el enfoque curatorial y el texto crítico, que merece ser debatido. Los curadores llaman a localizar los orígenes de las utopías artísticas en la autonomización del lenguaje visual que produjeron el abstraccionismo, la geometría y el arte concreto en los 50, los Once y, sobre todo, los Diez, Mario Carreño y Rafael Soriano, Loló Soldevilla y Pedro de Oraá, Carmen Herrera y Pedro Álvarez, Sandú Darié y José Mijares. Pero los críticos persisten en ubicar la conexión originaria con la utopía a través de la impronta visual de la Revolución de 1959 en el arte. En un estudio reciente, Abigail McEwen refuerza la tesis curatorial de Adiós Utopia, al observar la proyección de un “horizonte vanguardista” en el arte de los 50 que generó dilemas de asunción y rechazo dentro de la primera política cultural revolucionaria (5).
La perspectiva contextualista de la crítica tampoco dice mucho sobre la utopía que personificó la Revolución o sobre el tipo de representación utópica que suscitó en el arte. Antonio Eligio Tonel cita a Ernst Bloch, a Martin Buber y a Karl Mannheim —este último, no directamente, sino a través de Paul Ricoeur—, pero los tres, además de haber pensado la utopía antes de la Guerra Fría, dieron a lo utópico connotaciones distintas (6). Buber, por ejemplo, distinguió dos escatologías en el pensamiento utópico, la profética y la apocalíptica (7). ¿Cuál de las dos predomina en el utopismo cubano? ¿O son una las dos? Es cierto que Mannheim se opuso a la fácil identificación de lo utópico con lo imposible, sostenida por el cientificismo marxista o positivista. Pero su crítica paralela al socialismo libertario de Landauer y al hegelianismo de Droyssen lo alejaba de cualquiera de las dos teorías de la transición socialista que se disputaban el campo ideológico de los 60 en Cuba: la guevarista y la soviética (8).
Más pertinentes que cualquiera de esos autores, para pensar la experiencia cubana, serían otros, cercanos a la Nueva Izquierda, como Herbert Marcuse o Theodore Roszak, o marxistas caribeños con un claro apego a las tradiciones igualitarias o soberanistas de la región, como C.
L. R. James o Eric Williams. Hay, de hecho, un utopismo intelectual en Cuba, anterior a la Revolución misma, que dio lo mejor de sí cuando se acercaba a pensar la isla en su entorno latinoamericano y caribeño, como se lee en El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, Diálogos sobre el destino (1954) de Gustavo Pittaluga o La expresión americana (1957) de José Lezama Lima. Era aquel un utopismo ideológicamente plural, ya que, como observaban Buber y Mannheim, desde Tomás Moro la utopía formó parte de varias tradiciones filosóficas a la vez.
El utopismo cubano es bastante anterior a la Revolución, pero es indudable que en cualquiera de sus tres connotaciones, como sociedad ideal, como armonía imposible o como estado autoritario, arraiga en la cultura de los 60. En su ensayo Iván de la Nuez recuerda que en algunos documentos básicos de la historia política revolucionaria, como La historia me absolverá (1954) de Fidel Castro, Cuba en el tránsito al socialismo (1963) de Carlos Rafael Rodríguez y El socialismo y el hombre en Cuba (1965) del Che Guevara, no aparece la palabra utopía (9). La palabra no, pero el concepto sí, lo mismo en la descripción del régimen del 40 como república ideal, en la promesa de salida del subdesarrollo en poco tiempo o en la fe en el advenimiento del “hombre nuevo”.
Adiós Utopia cuestiona esa remisión exclusiva del utopismo al tiempo de la Revolución y al espacio de la isla. Su apuesta por una transversalidad que desafía la partición territorial entre adentro y afuera, nación y exilio del arte cubano, es evidente. Salvo algunas pocas, como “Al límite posible” (1996) de José Bedia, que justamente interroga el insularismo de la cultura cubana, casi todas las obras expuestas fueron producidas en la isla, pero la migración del arte y los artistas es una constante en la muestra. Desde Mario Carreño y Rafael Soriano, Carmen Herrera y Antonia Eiriz hasta Arturo Cuenca y Tomás Esson, Carlos Rodríguez Cárdenas y Alejandro Aguilera, el exilio no solo es lugar de residencia sino condición de posibilidad del arte cubano.
II.
Además de una noción de lo utópico ligada a la autonomía del arte, bajo el Estado socialista, hay otro aspecto de esta exposición que escapa a los críticos del catálogo. Los curadores no aplicaron un criterio evolutivo o historicista, según el cual, el arte cubano del periodo revolucionario habría sido inicialmente utópico y, a partir de los 80, comienza a decir adiós a la utopía. El espectador ve primero el arte abstracto y concreto de los 50, luego ve las fotos emblemáticas de Raúl Corrales, Alberto Korda y Mario García Joya, pero ya en la sala siguiente, dedicada a Servando Cabrera Moreno, Raúl Martínez y el pop de los 60, se topa con las telas expresionistas “La procesión” (1963) y “Los de arriba y los de abajo” (1963) de Antonia Eiriz, que confirman que utopía y desencanto, entusiasmo y crítica fueron siempre de la mano en el arte del periodo revolucionario.
Esa tensión se hace más evidente cuando la muestra avanza hacia los 80, pasando de largo por el arte realista o “contenidista” de los 70. En la obra “Ciencia e ideología” (1988) de Arturo Cuenca, donde se muestra la armazón metálica de una valla propagandística con la imagen del Che y la frase “El revolucionario tiene que ser un trabajador infatigable”, o en “Mi homenaje al Che” (1987), de Tomás Esson, se articula, por ocultamiento o superposición, el desmontaje de íconos del poder que propició la plástica cubana desde los 80. La muestra privilegia la interpelación de símbolos nacionales o de ideologemas del Estado en esa arqueología de un adiós a la utopía.
Pero habría que preguntarse si aquella interpelación, que continúa con los dibujos de Fidel Castro de René Francisco y Ponjuán, que provocaron la clausura del proyecto Castillo de la Fuerza en 1989, con las hoces y martillos de Flavio Garciandía, con el Marx y el Sagrado Corazón de Lázaro Saavedra y la bandera de Tomás Esson y que llega hasta “Estadística”, de la serie Memoria de la postguerra (1995-2000) de Tania Bruguera, puede ser definida como un gesto de adiós a la utopía. Si hay ambigüedad en la conceptualización de lo utópico, más impreciso resulta, aquí, el distanciamiento. ¿Adiós a quién? ¿Al campo socialista, a los líderes históricos, a la burocracia, a la Revolución misma o al Estado que creó esa Revolución? Aunque no lo parezca, se trata de distintas políticas del adiós.
Al adentrarse en los 90, la exposición cuestiona la idea de una despolitización del arte cubano, tras la diáspora de las generaciones del 80, en un sentido parecido al que recientemente ha suscrito la crítica Mailyn Machado (10). La obra de Sandra Ramos en aquella década, especialmente la que alude a la soledad en la isla y a la diáspora de cientos de miles cubanos, es buena muestra de una politización que apelaba a la imagen corpórea de la fragmentación nacional. En la temprana pieza “Construir el cielo” (1991) de Carlos Rodríguez Cárdenas se postula la imagen asfixiante de un enorme muro azul, entre el cielo y la tierra, que hace de la utopía insular un sitio de cautiverio.
Podría sostenerse, siguiendo a Boris Groys, que el arte político en la plástica cubana avanza hacia una radicalización, entre los 90 y los 2000, que trasciende la alternativa entre “utopía” y “archivo” y, más que a la autonomía de lo estético, apuesta ahora por una “producción de sinceridad” que con frecuencia el mercado y la institución, sobre todo en una economía estatalizada como la cubana, distorsionan (11). De las intervenciones de Arte Calle y Juan-Si González se pasó, en dos décadas, a un cuestionamiento frontal de los aparatos de Seguridad del Estado en obras de Carlos Garaicoa, Tania Bruguera y Lázaro Saavedra o a desarmes del concepto mismo de Revolución o de la imagen del Partido Comunista como los que se leen en piezas de Ernesto Oroza, José Ángel Toirac, Alejandro González y Reynier Leyva Novo (12). La toma de la palabra por el poder, en su construcción de una hegemonía discursiva de más de medio siglo, es, desde los 80, uno de los blancos de la crítica visual en Cuba. En “La bola o el discurso” (1989) Tomás Esson pintaba una lengua sin fin como símbolo del habla totalitaria. En “Opus” (2005) de José Ángel Toirac esa lengua repite cifras y cifras en la voz inagotable de Fidel Castro. En “Luchar, resistir, vencer” (1990), Carlos Rodríguez Cárdenas descodificaba el lenguaje del Estado a través de la posesión sexual del otro. En “La sabrán defender todavía” (1990) Alejandro Aguilera proyecta los tópicos del nacionalismo cubano sobre una realidad despiadada, que parece haber gastado sus últimas energías cívicas.
No solo la lengua, también la ideología del Estado, que es su fundamento, ha sido emplazada por el discurso y la práctica visual en las últimas décadas. Desde el “Detector de ideologías” (1989) de Lázaro Saavedra, aquel código de pureza revolucionaria de la burocracia insular, que penalizaba el “diversionismo”, fue puesto en evidencia. En la obra de Flavio Garciandía, Glexis Novoa, René Francisco y Eduardo Ponjuán, de esos mismos años, se escenificaba el desplazamiento doctrinal y simbólico que imponía el colapso soviético.
Comenzó entonces un asedio al repertorio ideológico del socialismo real, que jugaba con el formato de la publicidad, el kitsch y la propaganda, que facilitó la naturalización de la marca cubana en el mercado global del arte, tras la caída del Muro de Berlín. Fenómenos como Kcho, Carlos Garaicoa, Los Carpinteros y Tania Bruguera, al margen de sus diferencias estéticas y políticas, comparten una estructura de circulación del arte crítico cubano en el mundo postsoviético, que obliga al Estado a transigir o censurar, a cooptar o reprimir.  
La vuelta a una poética de la sinceridad, que, a partir de Boris Groys, se observa en el arte cubano reciente, reunido en Adiós Utopia, toma cuerpo en el performance “Hijo pródigo” (2010) de Carlos Martiel, donde el artista se clava en el pecho desnudo las medallas de la gloria militar, o en el video “La edad de oro” (2012) de Javier Castro, en el que niños cubanos dicen que de adultos quisieran ser “extranjeros”, “jineteras” y “dictadores”. Esas intervenciones en lo político tienen su contraparte en una desorbitación o fuga de cauce de la ironía que practica la obra del dúo Los Carpinteros (Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez), pero también la de Alexandre Arrechea y de artistas de las últimas generaciones como Glenda León, Alejandro Campins, Wilfredo Prieto y Yoan Capote.
La pieza “Stress (in memoriam)” (2012) de Capote encapsula la vida en Cuba, en las primeras décadas del siglo XXI, dentro de la imagen de una mole de piedra sobre los dientes de toda una comunidad. Como en la bandera de Bruguera o en los tempranos cuadros de Antonia Eiriz, la multitud ha dejado de ser el pueblo uniformado y entusiasta para convertirse en una ciudadanía controlada y sometida. Esas estadísticas sombrías dicen algo equivalente al vacío y desmantelado arco triunfal de la Revolución, en un pueblo de provincia, que pinta Alejandro Campins en el lienzo “Nacido el 1º de enero de 1959” (2013).
En su forma más sofisticada, el adiós a la utopía significa el reverso de la legendaria foto de José Figueroa, “Olga” (1967), en la que el hijo despide a la madre que se exilia. Ese otro adiós se expone sutilmente en el video de Alexandre Arrechea, donde la idea de Revolución como archivo pesado o como texto en blanco, que descansa sobre los brazos del artista, ocultando su rostro, sugiere una domesticación de la utopía por la historia. Si el video de Arrechea se titulaba “El peso del vacío” (2005), la pieza de Reynier Leyva Novo, “Nueve leyes” (2014), que recorre algunas de las disposiciones jurídicas fundamentales de la historia de la Revolución, entre las primeras nacionalizaciones en 1960 hasta la más reciente “Ley de Inversión Extranjera” de 2014, decretada por el gobierno de Raúl Castro, forma parte de una serie llamada “El peso de la historia”.
El adiós a la utopía, en la pieza de Novo o en la obra con papel de la Constitución cubana de Fernando Rodríguez, es un ademán del artista que constata la inversión de la utopía en la historia. Una lectura fácil de esa intervención poética sería que al visualizar el abandono de la utopía en el proyecto del Estado construido por la Revolución, seis décadas después, el artista argumenta un regreso a las bases legales originarias del socialismo cubano. Otra lectura, más a tono con el sentido de la muestra de Houston, es que el adiós a la utopía estuvo siempre ahí, en la reproducción institucional y jurídica del nuevo orden social, y que el avance hacia el capitalismo, en 2014, responde a la misma lógica del poder que agenció la inserción de la isla en el bloque soviético en 1960.
El “Faro tumbado” (2006) y la “Conga irreversible” (2012) de Los Carpinteros, ubicadas en la última sala de la exposición, sintetizan este largo proceso de construcción y deconstrucción de la utopía. Hay aquí una perfecta metaforización de las paradojas de la temporalidad que marcan a la Revolución Cubana y al Estado socialista que edificó y que, a duras penas, la sobrevive. Pero no es esta una metaforización vacía o inmaterial, en la que el sujeto de la historia se vuelve invisible. El faro no se ha “caído” sino que ha sido “tumbado” y la conga “irreversible”, que marcha hacia atrás, es tocada y bailada por la propia comunidad. No hay aquí “sujeto ausente” o “pueblo sin atributos”, como el que, a partir de una crítica serena de Michel Foucault, Wendy Brown ha identificado en la estética neoliberal (13).  
Tal vez, la brecha discursiva entre curaduría y crítica —o entre utopía y adiós— que hemos observado en esta muestra de CIFO y el Museo de Houston, tenga que ver con el hecho de que la relación de la plástica cubana con las representaciones utópicas ha sido hegemónicamente pensada desde la apología y no desde la refutación del mito de una sociedad ideal. Para equilibrar el archivo habría que leer, junto a Bloch, Buber y Mannheim, por lo menos, a Daniel Bell, Russell Jacoby y Francois Furet. Con ese cuadro más completo, del saber sobre la utopía, tal vez lleguemos a comprender por qué Auguste Blanqui, padre fundador de las izquierdas del siglo XX, recomendaba a los revolucionarios “guardarse de la andadura de la utopía y no separarse jamás de la política”.

Notas:
 (1). Alejo Carpentier, Ensayos, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1984, pp. 300-303.
 (2). Luis Camnitzer, New Art of Cuba. Revised Edition, Austin, The University of Texas Press, 2003, pp. 8-19.
 (3).La historia de la censura en Cuba, y específicamente en las artes plásticas, de los 80 para acá, está por hacer. Véase, por ejemplo, cómo la censura se vuelve tabú en importantes antologías de la crítica de arte de los 80, como Déjame que te cuente (La Habana, Consejo Nacional de las Artes Plásticas, 2002), de Margarita González, Tania Parson y José Veigas. En el prólogo a dicha antología, Elvia Rosa Castro se refiere así a la censura de Volumen Uno en la Galería L, “en 1978” (en realidad fue en 1980): “luego de la exposición que nunca llegó inaugurarse en la Galería L y que terminó mostrándose en casa de José Manuel Fors, las cosas no serían iguales”, p. 10.
 (4).Elsa Vega, “The 50s and 60s in Cuban Art: Two Decades of Essences and Revolutions”, Adiós Utopia. Art in Cuba Since 1950, Miami, CIFO, 2017, pp. 73-81; Gerardo Mosquera, “Art and Utopia. 1970 to 1990: Two Decades in War”, Adiós Utopia. Art in Cuba Since 1950, Miami, CIFO, 2017, pp. 91-100.
 (5).Abigail McEwen, Revolutionary Horizons. Art and Polemics in 1950s Cuba, New Haven, Yale University Press, 2016, pp. 201-214.
 (6).Antonio Eligio Tonel, “Epiphany, Drum and Coca Cola: The Present and the Past of the Utopic in Cuban Art”, Adiós Utopia. Art in Cuba Since 1950, Miami, CIFO, 2017, pp. 28-30.
 (7).Martin Buber, Caminos de utopía, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp.
18-20.
 (8).Karl Mannheim, Ideología y utopía, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2004, pp. 230-239.
 (9).Iván de la Nuez, “Tomorrow Was Another Day”, Adiós Utopia. Art in Cuba Since 1950, Miami, CIFO, 2017, pp. 61-69.
 (10).Mailyn Machado, Fuera de revoluciones. Dos décadas de arte en Cuba, Leiden, Almenara, 2016, pp. 15-41.
 (11).Boris Groys, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Buenos Aires, Caja Negra, 2016, pp. 37-47 y 133-148.
 (12).Antonio José Ponte, Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías, Madrid, Colibrí, 2010, pp. 231-236.
 (13).Wendy Brown, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, Nueva York, Malpaso, 2016, pp. 93-101.

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